Hay una cosa que se llama Día de Europa, una de esas fiestas que entusiasman a tantos prelados de hoy, como el Día de la Tierra, y el cardenal Jean-Claude Hollerich, presidente de la burocracia eclesial que coordina las conferencias episcopales de la UE, ha aprovechado para pedir que, además del Covid-19, combatamos el “virus del nacionalismo”.
Lo dice en una entrevista concedida a Massimiliano Menichetti, del órgano oficial vaticano Vatican News. “Es tan importante mostrar al mundo que la sociedad humana puede ser solidaria, que una crisis mundial, una pandemia de este tipo sólo puede combatirse a nivel mundial, y que la Unión Europea es un instrumento para la paz mundial”, dice Hollerich. “Así que luchemos contra el virus Covid y luchemos contra el virus del nacionalismo y del egoísmo”.
El nacionalismo, según la acepción que se quiera usar de la palabra, es ciertamente un peligro que se ha revelado letal en la historia reciente, y una forma de idolatría que pone una idea de la propia nación en el lugar de Dios. Pero también es una cómoda etiqueta que endilgar a cualquier grupo o partido que luche contra un globalismo que quiere imponerse desde arriba, por la fuerza y sin contar con los gobernados y que, en la práctica, jalean grupos cuya agenda difícilmente podría ser más incompatibles con los valores cristianos.
Pero es, como digo, fácil. Decía Chesterton que la Iglesia es la única institución que nos libera de la humillante esclavitud de ser “hijos de nuestro tiempo”, pero al menos la jerarquía actual parece muy cómoda repitiendo las consignas del poder, lo que agrada a los medios y a los financieros que son sus propietarios.
Porque si el nacionalismo es un virus, ¿qué decir del comunismo? Y, ¿cuándo fue la última vez que oyeron a un prelado de campanillas hablar del “virus del comunismo”? ¿O del globalismo maltusiano que nos quiere imponer esa ONU a la que, según palabras del Santo Padre, “debemos obedecer”?