Si hay una noticia relevante en materia religiosa en los últimos años es la acelerada descristianización de Occidente, muy especialmente de Europa, un fenómeno que las medidas tomadas por los obispos en relación a la pandemia parecen haberlo intensificado, al menos en cuanto a la asistencia a los templos. Por eso es un tanto desconcertante que la organización que representa a los episcopados de toda Europa se una para pedir un ‘Jubileo por la Tierra’.
Y es que este fenómeno de fuga masiva de fieles ha ido paralelo en los últimos años con la tendencia dentro de la jerarquía eclesiástica a aparcar los aspectos sobrenaturales de nuestra fe para subrayar otros que, en definitiva, coinciden con las preocupaciones de las modernas élites intelectuales seculares y que, por decir poco, nunca han tenido una especial relevancia en la historia de la Iglesia.
Pero pocas cosas puede haber más importante que la Creación, ¿no?, la obra misma de Dios. Sin duda alguna, pero la insistencia sobre ‘lo Creado’ en este caso parece ignorar -desde luego, no lo señala- que la materia, no digamos nuestro planeta, fue solo una parte de esa Creación, que incluyó todos los coros angélicos y nuestras almas. La insistencia en hablar de creación para referirse solo a la tierra es un primer motivo de desconcierto, pero no el único.
Otro motivo evidente es que los obispos, al centrarse en este aspecto muy parcial de la Creación, la naturaleza física que los cristianos sabemos caída como la humanidad y llamada irremisiblemente a su destrucción, a diferencia de nuestras almas inmortales, entran de lleno en cuestiones de orden no doctrinal sobre las que no tienen autoridad alguna.
Veamos el texto de la declaración conjunta del cardenal Angelo Bagnasco, presidente del Consejo de Conferencias Episcopales Europeas, y Christian Krieger, presidente de la Conferencia de Iglesias Europeas. En él se lee: “Los impactos de la pandemia nos obligan a tomarnos en serio la necesidad de vigilancia y condiciones de vida sostenibles en todo el planeta”. Ahora, uno entiende que su obligación como cristiano pueda ser, el algún sentido, la necesidad de vigilancia y condiciones de vida sostenibles en todo el planeta, aunque para el fiel corriente sea un poco difícil eso de lograr condiciones de vida sostenibles en su propio entorno, no digamos “en todo el planeta”. Pero lo más que cuestionable es el principio, es decir, que sea la actual ‘pandemia’ la que nos obligue a ello.
Si nos fiamos de las cifras oficiales, la epidemia mundial de Covid ha provocado unos 800.000 muertos. De 7.500 millones. Hagan ustedes los cálculos. Por comparar, se calcula que la Peste Antonina del 165 de nuestra era mató a cinco millones de personas en el Imperio Romano, sobre una población muy inferior. La Peste de Cipriano, en el 280, mataba en su peor momento a 5.000 personas diarias en Roma. San Cipriano, el obispo de Cartago que le da nombre, pensaba que había llegado el fin del mundo. Peor fue la Peste de Justiniano, que acabó con la vida, estiman los estudiosos, del 10% de la población mundial. Y, aunque podríamos seguir, acabemos citando la más conocida de las plagas, la Peste Negra de 1346, que se llevó por delante a la mitad, más o menos, de la población europea.
Ahora bien, no creo que nadie en su sano juicio pretenda que la humanidad en esas épocas representaban una seria amenaza para la Naturaleza. Si así fuera, ¿qué pretenden exactamente los obispos? ¿Qué retrocedamos a un modelo de desarrollo inferior al de 280 de nuestra era? Lo cierto es que las epidemias recurrentes son fenómenos perfectamente naturales que el hombre, más que provocar, ha sabido limitar y contrarrestar. No es una “pataleta” de Gaia.
De hecho, esa respuesta que se ha hecho ya uniforme en la jerarquía parte de una concepción estática de la Naturaleza que se contradice con todo lo que sabemos del pasado del planeta. Por ejemplo, a la cita anterior del texto sigue esta frase: “Esto es aún más importante cuando se considera la devastación ambiental y la amenaza del cambio climático”. Si el cambio climático es una ‘amenaza’, estamos perdidos, porque el clima no ha parado de cambiar desde que existe, con o sin humanidad.
En contra de esa concepción simplista e infantil de la naturaleza como una especie de zoo estático que es esencial mantener en todo inalterable y que depende en todo de nuestra ‘vigilancia’, nuestro planeta ha pasado por innumerables cambios climáticos, en ocasiones enormemente bruscos. El concepto de que existe una temperatura media ‘ideal’ que, como los dueños del termostato, debemos mantener invariable es de una arrogancia absurda. No hay una temperatura ‘correcta’ y, de haberla, nada de lo que hagamos o dejemos de hacer va a impedir que cambie. De hecho, toda la historia -y prehistoria- de la humanidad transcurre en un periodo interglaciar, es decir, en una ‘pausa’ entre dos glaciaciones.
Pero nada de esto es lo verdaderamente alarmante en la actitud de los obispos. Aunque acertaran de lleno en todos sus diagnósticos y en las soluciones que proponen, parece obvio para quien no viva desde hace décadas en una cueva, desconectado del mundo, que no están precisamente solos en esta preocupación medioambiental. De hecho, es la alarma de moda, omnipresente y machaconamente repetida desde todos los medios seculares. Y si, efectivamente, la prioridad absoluta es el cuidado del planeta, sinceramente, ilustrísimas, ni necesitamos su voz ni es la más creíble para tratar un asunto más propio de científicos que de clérigos.
Lo propio de los pastores, en cambio, es recordar la fe y velar por la salvación de esas almas que, a diferencia del planeta y de todos los planetas del universo, durarán para siempre.