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Desgarrando la ‘túnica inconsútil’ de la política episcopal americana

Uno pensaría que los obispos norteamericanos andarían como locos echando las campanas al vuelo con la nominación de una de los suyos, la juez católica Amy Coney Barrett, para ocupar un puesto en el Tribunal Supremo, con la posibilidad ya cierta de que se ponga fin al ‘derecho constitucional’ al aborto, que ha sido el principal campo de batalla de la guerra cultural de los católicos americanos en los últimos cuarenta años.

Sin embargo, no hay campanas, y sí una visible frialdad hacia Barrett. Se diría que es más importante el hecho de que su nominación moleste a los demócratas que su condición de católica o que aproxime en teoría el fin de la matanza de inocentes.

Es, ya saben, la teoría de la ‘túnica inconsútil’, pergeñada por el difunto obispo Bernardin para justificar el apoyo o, al menos, el no rechazo a un partido que ha sido tradicionalmente el de los católicos, el demócrata, cuando ya se hizo patente su férreo compromiso con la industria del aborto.

La ‘doctrina’ en cuestión es algo así: el votante católico no debe tener en cuenta un solo aspecto, por negativo que sea, a la hora de votar por uno u otro partido, sino que debe juzgar el conjunto de sus políticas. Así, si bien es cierto que el aborto provocado es un mal, también lo son las restricciones a la inmigración o la falta de las adecuadas políticas sociales, muy especialmente una sanidad gratuita. Y a esa tabla de salvación se aferró el episcopado gringo y ahí sigue, con meritorias excepciones.

El argumento es ridículo, e imagino que lo saben. Porque el aborto es un mal definido, claro, gravísimo y multituidinario, y las supuestas políticas ‘antievangélicas’ sobre inmigración y medidas sociales no lo son.

Me explico. En el aborto no hay posibilidad alguna de matices. El feto es una persona humana o no lo es. Tertium non datur. Atribuirle, como quisieron hacer con los negros algunos calvinistas durante la era de la esclavitud y suponerles tres quintas partes humano no tiene ningún sentido.

Asimismo, a ese feto se le puede matar o dejar vivir. Tampoco hay puntos intermedios aquí. La intención del abortista es deshacerse de él, punto. Sumemos a eso que es el último de los ‘descartados’, el más indefenso, el más perfectamente inocente, y que se le mata por decisión de la persona en la que más se confiaría para su supervivencia, su propia madre.

Con la inmigración o las políticas sociales no ocurre lo mismo; son cuestiones prudenciales. En el primer caso, nadie defiende cerrar las fronteras de modo que nadie pueda entrar en Estados Unidos, como nadie propone (abiertamente) deshacerse de ellas por completo y que entre y se instale libremente el que quiera, porque eso significaría no tener país en absoluto. Entre esos dos extremos, el gobernante tiene que decidir por un punto intermedio, y el que elija puede juzgarse malo, pero será discutible en todo caso. ¿Dónde empieza el mal aquí? ¿En un número de acogidos, en una fórmula? Es perfectamente debatible.

Lo mismo sucede con las políticas sociales, que irían desde un Estado a la soviética que tomara todas las decisiones económicas hasta otro que dejara morir a sus conciudadanos más desafortunados en la calle. Pese al mito, Estados Unidos es un país con sustanciosas políticas sociales, con medicina gratuita para pobres y ancianos, con ayudas de todo tipo. ¿Son insuficientes? Depende. Quizá sí. Pero, una vez más, es debatible. No hay un nivel de gasto social -como no hay una temperatura media del planeta- que pueda, sin discusión, considerarse evidentemente óptima, y a partir de la cual se esté cometiendo un mal moral.

Desgraciadamente, todo esto es teoría, porque en realidad no se trata tanto de opciones morales como de posiciones políticas. Y la jerarquía católica -no solo en Estados Unidos- eligió ya hace muchos años.

Por: InfoVaticana

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