Ciertas críticas al actual pontificado contestan el Concilio Vaticano II y terminan olvidando el Magisterio de San Juan Pablo II y Benedicto XVI
Ciertas críticas doctrinales al actual pontificado muestran una distancia gradual pero cada vez más neta del Concilio Vaticano II. No de una cierta interpretación de algunos textos, sino a partir de los mismos textos conciliares. Algunas lecturas que insisten en contraponer al Papa Francisco con sus inmediatos predecesores terminan así por criticar abiertamente también a San Juan Pablo II y a Benedicto XVI o, en todo caso, por silenciar algunos aspectos fundamentales de sus ministerios que representan desarrollos evidentes del último Concilio.
La profecía del diálogo
Un ejemplo de esto fue recientemente el 25 aniversario de la Encíclica “Ut Unum sint” en la que el Papa Wojtyla afirma que el compromiso ecuménico y el diálogo con los no católicos son una prioridad de la Iglesia. El aniversario ha sido ignorado por quienes hoy proponen una interpretación reductiva de la Tradición, cerrada a ese “diálogo de amor”, más allá del doctrinal, promovido por el Papa polaco en obediencia al ardiente deseo de unidad de nuestro Señor.
La profecía del perdón
Igualmente se pasó por alto otro importante aniversario: la petición de perdón jubilar fervientemente deseada por San Juan Pablo II el 12 de marzo de hace veinte años. Es incontenible el poder profético de un Pontífice que pide perdón por los pecados cometidos por los hijos de la Iglesia. Y cuando se habla de “hijos” están incluidos también los papas. Es sabido: quien piden perdón por los errores cometidos se pone en una arriesgada situación de revisión. Wojtyla eligió proféticamente el camino de la verdad. La Iglesia no puede y no debe tener miedo de la verdad. El entonces Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, subrayaba la “novedad de este gesto”, un “acto público de arrepentimiento de la Iglesia por los pecados del pasado y de hoy”: un “mea culpa del Papa en nombre de la Iglesia”, un gesto verdaderamente ” nuevo, pero sin embargo en una profunda continuidad con la historia de la Iglesia, con su autoconciencia”.
Inquisición y violencia: una conciencia que crece
Se han fomentado muchas leyendas negras sobre la Inquisición, hogueras e intolerancias varias de la Iglesia a lo largo de la historia, exagerando, falsificando, calumniando y descontextualizando para borrar de la memoria la gran y decisiva contribución del cristianismo a la humanidad. Y los historiadores a menudo han reconducido a la verdad muchas distorsiones y mitificaciones de la realidad. Pero esto no impide hacer un serio examen de conciencia para “reconocer -afirma Juan Pablo II- las desviaciones del pasado” y ” despertar nuestra conciencia ante los compromisos del presente”. De ahí la petición de perdón en el 2000 “por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces con respecto a los seguidores de otras religiones”. “Con el paso del tiempo”, afirma en 2004, “la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, percibe con una conciencia cada vez más viva cuáles son las exigencias de su conformidad” al Evangelio, que rechaza los métodos intolerantes y violentos que han desfigurado su rostro en la historia.
El caso Galileo
Un caso particularmente significativo fue el de Galileo Galilei, el gran científico italiano, un católico, quien – dijo Juan Pablo II – “tuvo que sufrir mucho —no sabríamos ocultarlo— de parte de hombres y organismos de la Iglesia”. El Papa Wojtyla examina el hecho “a la luz del contexto histórico de la época” y “la mentalidad de entonces”. La Iglesia, aunque fundada por Cristo, “está sin embargo constituida por hombres limitados y vinculados a su época cultural”. Ella también “aprende con la experiencia” y la historia de Galileo “ha permitido una maduración y una comprensión más justa de su autoridad”. La comprensión de la verdad crece: no se da de una vez para siempre.
Una revolución copernicana
Wojtyla recuerda que “la representación geocéntrica del mundo era comúnmente aceptada en la cultura de la época como plenamente coherente con la enseñanza de la Biblia, en la que algunas expresiones, tomadas literalmente, parecían constituir declaraciones de geocentrismo. El problema que se plantearon los teólogos de la época era, por lo tanto, el de la compatibilidad del heliocentrismo y de la Escritura. Así, la nueva ciencia, con sus métodos y la libertad de investigación que suponen, obligaba a los teólogos a cuestionar sus criterios de interpretación de la Escritura. La mayoría no supo hacerlo. Paradójicamente, Galileo, un creyente sincero, se mostró en este punto más perspicaz que sus adversarios teólogos” que habían caído en error tratando de defender la fe. “La inversión causada por el sistema de Copérnico” generó así “repercusiones en la interpretación de la Biblia”: Galileo, no un teólogo, sino un científico católico, “introduce el principio de una interpretación de los libros sagrados, más allá incluso del sentido literal, pero de acuerdo con la intención y al tipo de exposición propios de cada uno de ellos” según los géneros literarios. Una posición confirmada por Pío XII en 1943 con la Encíclica “Divino afflante Spiritu”.
La teoría de la evolución
Un análogo crecimiento en la conciencia de la Iglesia ocurrió con la teoría de la evolución que parecía contradecir el principio de la creación. Una primera apertura fue la de Pío XII con la Encíclica “Humani generis” de 1950: el próximo 12 de agosto cumplirá 70 años. Juan Pablo II afirma que “la creación se presenta a la luz de la evolución como un acontecimiento que se extiende en el tiempo – como una ‘creatio continua’ – en la que Dios se vuelve visible a los ojos del creyente como Creador del cielo y de la tierra”. El Papa Francisco enfatiza que “cuando leemos en el Génesis el relato de la creación corremos el riesgo de imaginar que Dios haya sido un mago, con una varita mágica capaz de hacer todas las cosas. Pero no es así. Él creó los seres humanos y los dejó desarrollarse según las leyes internas que Él dio a cada uno, para que se desarrollase, para que llegase a la propia plenitud (…). El Big-Bang, que hoy se sitúa en el origen del mundo, no contradice la intervención de un creador divino, sino que la requiere. La evolución de la naturaleza no se contrapone a la noción de creación, porque la evolución presupone la creación de los seres que evolucionan”.
El desarrollo del concepto de libertad
En el Nuevo Testamento, pero no sólo, hay referencias muy profundas a la libertad que han cambiado la historia: pero se descubren poco a poco. El Papa Bonifacio VIII con la bula “Unam sanctam” de 1302 reafirmaba la superioridad de la autoridad espiritual sobre la autoridad temporal. Era una época diferente. Casi 700 años después, Juan Pablo II, hablando en Estrasburgo ante el Parlamento Europeo, observó que el cristianismo medieval todavía no distinguía “entre la esfera de la fe y la de la vida civil”. La consecuencia de esta visión era la “tentación integrista de excluir de la comunidad temporal a aquellos que no profesaban la verdadera fe “. En 1791, en una carta a los obispos franceses, Pío VI criticó la Constitución aprobada por la Asamblea Nacional que “establece como principio de ley natural que el hombre que vive en Sociedad debe ser plenamente libre, es decir, que en materia de Religión no debe ser disturbado por nadie, y puede pensar libremente como le gusta, y escribir e incluso publicar en la prensa cualquier cosa en materia de Religión. Y en 1832, la Encíclica de Gregorio XVI “Mirari vos” habla de la libertad de conciencia como “error venenosísimo” y “delirio”, mientras que Pío IX en el Sillabo de 1864 condena entre “los principales errores de nuestra época” el que ya no convenga más “que la religión católica sea considerada la única religión del Estado”, excluyendo todos los demás cultos” y el hecho de que “en algunos países católicos se ha establecido por ley que los que van allí, sea lícito tener el culto público propio de cada uno”. El Concilio Vaticano II, con sus Declaraciones “Dignitatis humanae” sobre la libertad religiosa y“Nostra aetate” sobre el diálogo con las religiones no cristianas da un salto que recuerda el Concilio de Jerusalén de la primera comunidad cristiana que abre la Iglesia a toda la humanidad. Frente a estos desafíos, Juan Pablo II afirma que “el pastor debe mostrarse dispuesto a ser verdaderamente audaz”.
Detenerse, ¿pero en qué año?
En 1988 (Carta Apostólica “Ecclesia Dei”)se produce el cisma de los tradicionalistas lefebrianos. Rechazan los desarrollos aportados por el Concilio Vaticano II: dicen que ha sido creada una nueva Iglesia. Benedicto XVI utiliza una imagen fuerte cuando les exhorta a no “congelar la autoridad magisterial de la Iglesia al año 1962 “. Ya había sucedido en 1870: los “viejos católicos” condenaron el Concilio Vaticano I por el dogma de la infalibilidad pontificia. La Iglesia Católica ha caminado en la historia atravesando más de 20 Concilios: cada vez había alguien que no aceptaba los nuevos desarrollos y se detenía. Pío IX en 1854 proclama el dogma de la Inmaculada Concepción. Pero un gran santo, Bernardo de Claraval, aun siendo uno de los más ardientes propagadores de la devoción mariana, expresó su oposición a esta verdad: “Estoy muy preocupado, ya que muchos de vosotros habéis decidido cambiar las condiciones de acontecimientos importantes, como por ejemplo introducir esta fiesta desconocida por la Iglesia, ciertamente no aprobada por la Razón, y ni siquiera justificada por la antigua Tradición. ¿Somos realmente más eruditos y piadosos que nuestros antiguos padres?”. Estamos en el siglo XII. La Iglesia, desde entonces, ha introducido otras fiestas desconocidas que probablemente habrían escandalizado a muchos fieles que vivian en siglos anteriores.
El camino de Jesús: cosas nuevas y cosas viejas
Jesús dijo que no vino a abolir la Ley, “sino a dar cumplimiento” (Mt 5:17). Ha enseñado a no transgredir “uno solo de estos mandamientos más pequeños” (Mt 5, 19). Sin embargo, se le acusó de violar las reglas de la Ley Mosaica, como el descanso sabático o la prohibición de frecuentar a pecadores públicos. Y los apóstoles dieron el gran salto: abolieron la obligación de la circuncisión, que se remontaba incluso a Abraham, vigente durante 2000 años, y abrieron la puerta a los paganos, algo impensable en aquella época. “Mira que hago un mundo nuevo” (Apocalipsis 21, 5). Es el “vino nuevo” del amor evangélico que siempre sufre el riesgo de ser puesto en los “odres viejos” de nuestras seguridades religiosas, que tan a menudo silencian al Dios vivo que nunca deja de hablarnos. Es la sabiduría del “discípulo del reino de los cielos” que busca la plenitud de la Ley, la justicia que supera aquella de los escribas y fariseos, extrayendo “de sus arcas lo nuevo y lo viejo” (Mt 13, 52). No sólo cosas nuevas, no sólo cosas viejas.