El padre Luigi Epicoco, asistente eclesiástico del Dicasterio para la Comunicación, explica los gestos de Jesús en la Última Cena con sus discípulos. En el lavatorio de los pies está el sentido del sacerdocio, “el amor es sobre todo ponerse al servicio de la miseria del otro, es amarlo en su miseria.
Los ritos litúrgicos del Jueves Santo celebran, en particular, la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. En la Misa in Coena Domini, recordamos la última vez que Cristo reunió a sus discípulos en la mesa. Durante esa cena, en la víspera de la Fiesta de los Ázimos-la Pascua judía-, Jesús se inclinó para lavar los pies de los doce, compartió el pan y el vino y pronunció un largo discurso. Es lo que se considera su testamento espiritual. En sus gestos y palabras se concretan dos sacramentos: con el lavatorio de los pies, Jesús enseña qué significa seguirle, cómo comportarse con los demás y, sobre todo, invita a amar en una lógica nueva y universal; con la bendición del pan y el vino, hace de su cuerpo y su sangre un alimento de salvación que se ofrece en su memoria.
El padre Luigi Epicoco, asistente eclesiástico del Dicasterio para la Comunicación, observa que en la Misa Crismal y en la Misa in Coena Domini, la identidad sacerdotal emerge en toda su belleza, gracias también a los signos clave de las dos celebraciones: el óleo, el pan y el vino, que representan el mayor servicio del sacerdote. Cuando Jesús narra la parábola del buen samaritano, explica don Epicoco, dice que el buen samaritano, acercándose al hombre que ve en dificultades, derrama óleo y vino sobre sus heridas, significando consuelo y alegría. “Un sacerdote es instituido ante todo para hacer visible este consuelo y esta alegría que viene de Jesús mismo”, dice el asistente eclesiástico del Dicasterio para la Comunicación.
¿Por qué se reconoce el sacerdocio precisamente en el lavado de pies de los apóstoles por parte de Jesús?
Esto se debe a que Jesús quiso significar, con este gesto, la totalidad de su servicio y también de su postura ante la humanidad. Él, que es verdaderamente el Hijo de Dios, se muestra a cada uno de nosotros como el que sirve, y quiere que todos los que hablan y actúan en su nombre asuman la postura del que sirve. Lavar los pies significa no sólo el gesto de servir, sino el gesto de tocar incluso la parte más indigna de los demás, la más sucia, la más miserable. Y el amor es sobre todo ponerse al servicio de la miseria del otro, es amarlo en esa miseria, por eso, en ese arrodillarse a los pies de los apóstoles todo sacerdote encuentra también la identidad misma, la postura misma de su propio servicio.
¿Cómo se realiza este servicio en la actualidad?
El sacerdote concreta su sacerdocio sobre todo habitando la realidad. En cada historia, en cada tiempo, la humanidad experimenta circunstancias, situaciones, pobrezas, miserias, y el sacerdote no es simplemente un ministro del culto, de una liturgia separada de la realidad. El servicio concreto al hombre concreto hace que las urgencias y emergencias -con las periferias existenciales de las que habla el Papa Francisco- se conviertan también en ese pueblo santo de Dios al que todo sacerdote debe servir. Nunca se es sacerdote en abstracto, ni simplemente, porque no hay una teología desencarnada del sacerdocio. Cada época hace que ese sacerdocio, que es siempre el mismo en todas partes, en todas las situaciones, decaiga de manera diferente. Creo que, en esta coyuntura histórica, ser sacerdote significa llevar una presencia gratuita a los demás. Hacer experimentar a los demás este amor de Dios es también acercarlos al rostro de Dios que es misericordia. Y que, precisamente por ser misericordia, puede dar sentido a la vida de las personas.
Durante la Última Cena, Jesús da un mandato a sus discípulos, pero entre ellos Judas le traiciona, Pedro le niega y Tomás duda, ¿cómo podemos mirar estas debilidades?
Esta es una página del Evangelio que puede parecer contradictoria. También es una elección contradictoria, pero en realidad es una elección de gran esperanza. Porque Jesús no llama a discípulos ideales, sino que llama a personas reales, con su historia, con sus limitaciones, con sus capacidades, pero también con sus dificultades. Es hermoso pensar que cada uno de nosotros, incluso en las contradicciones de nuestra propia historia, puede ponerse al servicio del Señor; eso sí, cuando está dispuesto a abrir su miseria a la experiencia del amor de Dios. Judas se encierra en su error, no se deja alcanzar por el perdón, por eso su caída, su traición, no contribuye a santificarlo, sino a arruinarlo, a aplastarlo en esta culpa. Pedro, que hace algo muy parecido porque niega a Jesús, es capaz de llorar, de convertirse. Y por eso mismo, en su debilidad, salvado, redimido, puede confirmar a sus hermanos. Jesús le había dicho: “Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo”; “Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos”. Es bonito pensar que un sacerdote es una persona débil, como todas las demás, una persona real como todas las demás, y más que todas las demás se abre a esta experiencia de perdón. Porque sólo así puede ser un ministro de la misericordia.
¿Cómo debemos considerar estas fragilidades, estas debilidades? ¿Con qué ojos, entonces, uno debe acercarse a un sacerdote?
En primer lugar, dejando de tener sólo una perspectiva de juicio, porque un sacerdote puede funcionar bien en su sacerdocio si tiene a su lado un pueblo que lo ama, que lo acoge, que lo ayuda, que lo acompaña, y no simplemente un pueblo que lo idealiza, lo pone en un nicho y se distancia, en una visión que luego no es real. Creo que un sacerdote, para hacerlo bien como tal, necesita ser muy querido. Muchas debilidades se compensarían con este bien que viene de abajo. Muy a menudo, los grandes compromisos del sacerdocio sólo y únicamente pueden vivirse si hay un pueblo que hace posible ese compromiso, a través de esa misma custodia que sólo el pueblo puede ofrecer a los sacerdotes.
Por: Vatican News