Papa Francisco

Francisco: “el Señor nos pedirá que demos cuenta de todos los migrantes caídos”

Su Santidad ha tenido un recuerdo para las víctimas de la matanza de Tamaulipas, donde hace diez años fueron masacrados 72 migrantes que atravesaban México camino de Estados Unidos. Francisco ha tenido palabras muy duras de condena, aunque ha omitido citar a los responsables.

“Eran personas de diferentes países que buscaban una vida mejor”, dijo el Papa el pasado domingo en su alocución del Ángelus. “El Señor nos pedirá que demos cuenta de todos los migrantes caídos en los viajes de la esperanza. Han sido víctimas de la cultura del descarte”.

Efectivamente, fueron víctimas de la ‘cultura del descarte’, como los 35.588 asesinados -27 por cada 100.000 habitantes- en México en 2019. Evidentemente, la abrumadora mayoría, casi todos, no eran migrantes, sino nativos, aunque imaginamos que el Señor también pedirá cuentas de sus muertes aunque no formen parte del colectivo favorito de Su Santidad.

Por lo demás, fueron víctimas, tanto los migrantes como los nativos, de algo más concreto que una ‘cultura’, y resulta extraño que el Santo Padre no lo comentara en su mensaje: de los cárteles de la droga que se han convertido en los dueños reales de extensas zonas de México, sometiéndolas a un espantoso régimen de terror. En el caso que nos ocupa, el 24 de agosto de 2010, 72 migrantes fueron secuestrados, torturados y asesinados en San Fernando, en el estado de Tamaulipas, por el cártel de los Zetas, que explotaban el negocio de la migración de centroamericanos hacia Estados Unidos sometiéndoles a un ‘impuesto’ por atravesar su territorio, ante la pasividad de la policía mexicana.

Es esta segunda parte, este entramado necesario o inevitable que sigue al fenómeno de la migración, estas mafias que plena u ocasionalmente explotan económicamente a los migrantes ilegales lo que se suele pasar por alto en estos mensajes, como si fueran efectos secundarios menores o, peor, inexistentes.

Lo que parece ausente, en fin, es una división tajante y clara de dos cuestiones derivadas del fenómeno que son completamente diferentes y cuya confusión no hace más que engendrar malentendidos y falsos dilemas morales.

La primera es la responsabilidad moral de todo católico de ver en el migrante un hermano, y un hermano, por así, ‘preferente’ y especialmente necesitado de nuestra caridad por cuanto es alguien que sufre, un descartado de los que Jesús se ocupó especialmente en su vida terrena.

Pero hay otra, totalmente distinta, que es el fenómeno de las migraciones masivas en sí, y muy especialmente de la migración ilegal. Este es un asunto mucho más complejo que admite una legítima discusión más amplia, y la idea de que la única opción moral aceptable es la total apertura de las fronteras es completamente abusiva.

La migración masiva en sí no es un bien. Cuando es ilegal -la mayoría de los casos que aparecen en los medios-, es un mal precisamente porque es ilegal, y el Papa ha reiterado en varias ocasiones que hay que obedecer las leyes de las autoridades civiles.

Pero, además, es un mal porque dejar la tierra natal, la sociedad que uno conoce y comprende, la que representa las cosas de uno, su familia, sus amigos, su visión del mundo, no es un plato de gusto. Estimularla es renunciar a solucionar los problemas de esas tierras que se están desangrando de su población más activa. Además, suscita, para llevarse a cabo, toda una red de negocios ilícitos y a menudo mortales que abocan al migrante no solo a pagar altas sumas en respuesta a la extorsión, sino a someterse a terribles peligros. Lo queramos o no, fomentar la migración masiva es también fomentar todo eso, o al menos cerrar los ojos a su inevitable existencia.

Por último existen otros efectos inevitables para las sociedades anfitrionas que ha señalado muy especialmente un guineano, precisamente, el cardenal Robert Sarah, y que tampoco pueden ignorarse.

Por: InfoVaticana

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