Confieso que Donald Trump me desespera. Lo que le salva es que también desespera a las ‘personas adecuadas’, pero como líder ha resultado un perfecto fiasco.
¡Oh, sí, la economía! Qué bien todo, cómo hizo crecer el PIB y el empleo y las bolsas mientras sus detractores vaticinaban una hecatombe financiera. Pero, ¿saben?, su caso es la perfecta demostración de por qué la derecha no se entera de nada absolutamente por su estúpido desprecio a eso que, en nuestro país, despreció explícitamente Pablo Casado: la guerra cultural.
Cuando llega la izquierda al poder, lo cambia todo a su gusto: cómo vivimos, cómo debemos pensar, a qué debemos dar importancia y qué debemos ignorar. Eso es la guerra cultural. Y, sí, la economía en sus manos puede que vaya de pena (o no, porque la economía en un mundo globalizado y en una Europa cada vez más integrada depende de ciclos fuera de nuestro control), pero cuando ceden el relevo han cambiado un montón de cosas esenciales que sus rivales conservadores conservarán con la solicitud de un buen director de museo.
Trump tiene, sobre todo, olfato e instinto. Ni ideología ni ideas. Su olfato le indicó que existía una gran masa silenciosa de americanos frustrados por la marcha de su país, que sentían cada vez más ajeno, no encontrando partido que tratase siquiera sus más hondas preocupaciones. Y su instinto le llevó a tocar las teclas retóricas adecuadas.
Pero, al final, ha dejado todo como estaba. Ha hablado alto y duro, como un fanfarrón de bar, y ha actuado poco y blando. Y esa estupenda situación económica -bastante deteriorada por la reacción a la Covid- la heredará la izquierda para su uso y disfrute.
Merecería perder en noviembre, lo merecería mil veces. Grita en Twitter “¡LEY Y ORDEN!” mientras asiste pasivo a la destrucción de una ciudad tras otra y, lo que es peor, a la creciente impunidad de sectores enteros de población ‘indignada’. Tuitea sobre unas centésimas supuestamente ganadas en popularidad mientras arde América.
La idea es que los americanos le votarán porque él es el representante de esa ley y ese orden que están vulnerando alegremente los sublevados de Black Lives Matter y Antifa. Pero la pregunta se plantea sola: ¿qué poderes tendrá en su segundo mandato que no tenga ahora, cuando es evidente que no está impidiendo que la violencia de masas se extienda cada vez más? Sí, merece perder.
Es solo que los demócratas no merecen ganar. Ni de lejos. De hecho, esta extrañísima campaña parece enfrentar a dos partidos empeñados en perder. Los demócratas, después de tanto sermonear a América con que la culpa de todo lo malo que le pasa al país la tienen los viejos varones blancos y heterosexuales eligen como candidato a un viejísimo -sería el presidente de más edad en entrar por primera vez en la Casa Blanca- varón heterosexual blanco, con un principio de demencia senil bastante evidente y obligado, como si de un rehén se tratara, a alinearse con los mismos grupos radicales que están arrasando el país y a defender tesis enormemente impopulares como la ‘reforma’ -reducción y reeducación- de la policía.
El proyecto demócrata suena cada vez más chillón, radical y desesperado, como si el espíritu de la Unión Soviética se estuviera tomando la revancha ideológica después de ser derrotada geopolíticamente. El proyecto de Trump es la nada, cuatro años más de balandronadas sin un solo cambio en profundidad que dé la vuelta a la marcha de Estados Unidos hacia su propia perdición.
Porque, queridos míos, la guerra cultural que Trump y su entusiasmo bursátil olvida y que nuestro Partido Popular confiesa despreciar, no es sino una etiqueta para designar el verdadero poder, lo que de verdad cuenta y queda, lo que hace de gobernar algo más transcendente y duradero que la mera administración.