Presentada al Papa Francisco en el Vaticano y proyectada después en San Juan de Letrán, la película de Eustace Wolfington relata la ardiente determinación con la que la futura santa estadunidense atendió a los más miserables, luchando contra los poderes que disentían de su obra
Cuando, a la edad de treinta y nueve años, sor Francisca Cabrini fue a Nueva York por primera vez, un médico italiano no le dio más de cinco años de vida. Otro médico estadounidense, que la visitó tras una crisis respiratoria, fue más pesimista: dos años, tres ya sería un milagro. Viviría casi otros treinta años. Esto bastaría para demostrar que la vida de la Madre Cabrini fue un milagro, un milagro de fe, de coraje, de obstinación, de decisión, de concreción y de amor al prójimo.
Largo aplauso
Todo esto resplandece con violenta emoción en la hermosa película producida por Eustace Wolfington y dirigida por Alejandro Monteverde, proyectada en el Aula Magna de la Pontificia Universidad Lateranense el sábado 25 de febrero, y apreciada por un estruendoso aplauso que duró hasta los créditos finales. Desde el principio nos sentimos literalmente sobrecogidos por un niño angustiado que empuja un carro en el que su madre está a punto de morir: incapaz de hacerse oír, incapaz de obtener ayuda, grita su desesperación en las calles de una Nueva York remilgada y distraída.
Sin miedo
La película tiene inmediatamente el impacto de una ópera lírica, un melodrama verista (Leoncavallo será mencionado explícitamente más adelante en la película), cuya protagonista es una mujer frágil, pequeña, de perfil afilado y ojos febriles. Y también con una voz atronadora. Sabe hacerse oír, no se deja intimidar, no acepta los impedimentos que le ponen las autoridades subalternas, exige hablar con el Papa (un Giancarlo Giannini comedido, muy eficaz), y de él recibe el visto bueno para ir en misión, pero no a Oriente (le gustaría ir a China), sino a Occidente, a Nueva York.
En la ciudad estadounidense, en el barrio de Five Points, que parece un círculo del Infierno de Dante, fundó en sólo cuatro meses un orfanato para acoger a niños abandonados, obligados a mendigar y prostituirse, o a trabajar en las minas.
Loca para el mundo, santa para Dios
Su bondad no basta, su abnegación no basta para convencer a los poderosos: a cada triunfo le sigue una derrota, a cada logro más acoso. Pero ella no se rinde ante nadie, ni ante el arzobispo de Nueva York (David Morse, admirablemente dividido entre la admiración y la incredulidad) quien intenta disuadirla y le advierte de los peligros a los que se enfrenta, ni ante el alcalde de Nueva York (un mefistofélico John Lithgow) con el que tiene lugar el enfrentamiento final que lo ve moralmente derrotado.
Eustace Wolfington luchó tenazmente y con fe para que esta película (que, por cierto, aún no tiene distribución) viera la luz, y quiso que el nombre de Francisca Cabrini figurara de forma significativa, en los créditos, entre los productores del filme. La actriz Cristiana Dell’Anna prestó su esbelta figura y el fuego que la anima a la figura de la Madre Francisca Cabrini, loca a los ojos del mundo, santa a los ojos de Dios.