La Asamblea Francesa ha aprobado -con una asistencia inusualmente baja- una nueva ley que permite a las francesas deshacerse de su hijo no nacido hasta un instante antes de dar a luz, un paso más hacia el infanticidio abierto.
“Esta es el camino por el que mueren las civilizaciones mueren y se aniquila el genio de los pueblos”, ha declarado, en reacción a la ley, el obispo de Montauban, Bernard Ginoux.
Solo es necesario alegar “angustia psicosocial” -es decir, cualquier cosa- para que, con la ley francesa en la mano, se pueda practicar un aborto sobre un niño viable y sano hasta el mismo momento del parto. Imagino que los abortistas, en esta ocasión, no pretenderán que se trata solo de un “amasijo de células” sin humanidad, como si el paso por el canal uterino obrara la extraña magia de convertirlo en ser humano en unos segundos.
Occidente está lanzado en la carrera por completar esa Cultura de la Muerte de la que hablaba Juan Pablo II y que ya no encuentra apenas resistencias en sus propuestas más salvajes. Y Francia es el corazón de Europa, pionera en este camino perverso. En Francia ya son lícitos la inseminación artificial de mujeres lesbianas y solteras, la creación de embriones transgénicos, es decir, la modificación genética de embriones humanos por motivos terapéuticos (los conocido como bebés medicamento) y la creación de embriones quiméricos humano-animales mediante la inserción de células madre humanas en embriones animales.
En medio del horror, el magro consuelo es el de la claridad: ya no es posible acudir a una ciencia falseada o a consignas engañosas; ya es evidente que nuestra civilización dejó hace años de considerar sagrada la vida humana, lo que, por otra parte, hace poco creíble la pretendida solicitud de nuestros gobernantes por nuestra vida cuando aprueban recortes draconianos de nuestra libertad con la excusa de una ‘pandemia’ que ya no tienen razones para denominarse así.
Por: InfoVaticana